¿Quién fue el primero? ¿Cuándo empezó esto? ¿Cómo fue que, poco a poco, el griterío de los que hablan acabó por comerse la música que supuestamente habían ido a escuchar?
Delmar es un grupo pequeño, minúsculo, minoritario, y exceptuando uno de nuestros conciertos, el que se celebró en la Filmoteca de Cáceres, (ciento cincuenta personas en respetuoso silencio), el resto de los que hemos dado han sido en salas de concierto de pequeño aforo, bares más o menos acondicionados y lugares parecidos. Ya sabéis, la mayoría de ellos con sus escenarios pequeños, sus monitores inexistentes o inservibles, pero con la ilusión impagable de los promotores y dueños que se desviven por agradar a los músicos. Por supuesto, la remuneración económica que recibe el grupo por actuar ha sido siempre simbólica, pues ese aspecto hace años que carece de importancia: los grupos pequeños hemos asumido que lo importante es perder poco dinero en los conciertos. Sí, hasta aquí hemos llegado.
Pero lo que sucedido el otro día ha superado toda nuestra capacidad de aguante. Tocamos en un lugar que no importa, porque podría haber sucedido en otro cualquiera, en una sala con columnas y con un escenario reducido. Uno de los miembros del grupo, dadas las reducidas dimensiones, tuvo que tocar en el suelo, fuera del escenario, y cerca de la barra del bar. Lo habitual es que los que vienen a los conciertos a charlar con sus amigos se coloquen al fondo, justo detrás de las primeras filas en las que se encuentran los que vinieron a disfrutar con la música. Sin embargo, en esta ocasión, unos cuantos maleducados no tuvieron inconveniente en colocarse detrás del miembro del grupo que estaba fuera del escenario y, por supuesto, no dudaron en seguir hablando a voces durante el concierto. No contentos con hablar entre ellos, también hablaban con el músico, dándole consejos o haciendo bromas sobre la goma que sujetaba sus gafas. No contentos con ello incluso se atrevieron a intentar coger el micrófono mientras el grupo tocaba una canción. Entonces hubo un intercambio de palabras, en las que les llamamos por su nombre y ellos se sintieron ofendidos. A partir de ahí la actuación se enrareció, ellos, los maleducados, siguieron con sus bromas (hacer ademán de coger el cable de la guitarra para desenchufarla, por ejemplo); nosotros, los músicos, continuamos tocando nuestras canciones.
El concierto terminó antes de lo previsto. La última canción que tocamos se titula “Malas tierras” y es la última canción que tocaremos en directo en salas de concierto de pequeño aforo, bares más o menos acondicionados y lugares parecidos. La broma ya duró demasiado. Si ni el respeto, ni la educación, ni el sentido común está en esos lugares, nosotros tampoco estaremos allí, ni como grupo musical ni como público. Nos han ganado. Sí, los maleducados nos han echado de las salas de conciertos y lo han hecho sin que nos diéramos cuenta. Poco a poco.
Alguien podrá pensar que eso nos pasa porque somos un grupo poco conocido, pero cualquiera que frecuente estos lugares de ocio sabe que importa poco la repercusión del grupo: los maleducados no distinguen, hablan siempre. Recuerdo como en un concierto reciente hicieron callar en multitud de ocasiones al vocalista de un grupo americano que intentaba explicar, con un español deficiente pero cortés, de qué trataban sus canciones. Era un grupo americano reconocido por la crítica mundial, con un buen puñado de discos imprescindibles y una trayectoria intachable.
En definitiva, Delmar nunca volverá a tocar en los lugares en los que los maleducados puedan entrar y hablar. En lugares en los que, como en aquella sala de conciertos de Londres, no tengan un gran cartel en el que se lea: “Nadie paga por oírte hablar con tus amigos”.